domingo, 31 de mayo de 2009

La Cita


A Meira Del Mar

Beneranda Urueta, la bibliotecaria, con muchos días de anticipación, marcó en un círculo con un plumón de tinta carmesí el día 30 de mayo, en el calendario de la casa; el día de su primera cita. Por eso previó la cercana luna creciente para cortarse las puntas del cabello y poderlo lucir saludable en ese día agraciado.
Mandó a hacer un traje con una tela de color mango maduro guardado con bolitas de naftalina en el ancestral escaparate de roble.
Beneranda vivía en una señorial casa con techos de palmas secas, con puertas de umbrales altos, ventanas inmensas, solía pasar el sopor de las tardes dominicales sentada en la mecedora de la sala, con un libro abierto en sus manos, soñando con los encuentros furtivos que leía en sus historias de amor.
En la soledad de la casa, la acompañaba una perra enana, coja de la pata trasera izquierda, de pelos blancos ondulados llamada Lola, que a la seis de la tarde, cuando escuchaba los pasos comenzaba a dar ladridos de alegría.
También tenia un viejo loro cabeciamarillo, con pico pálido parduzco y mancha alar naranja llamado Roberto, que se pasaba el día en las ramas del naranjo en el patio, era el loro más culto de los loros de aquellos parajes, porque conocía y repetía sin cesar una lista de palabras nuevas que Beneranda descubría en sus lecturas diarias y se las enseñaba a Roberto; flamígero. Ósculo, avatares y él las cantaba marcadas con su rrr particular.
Así transcurría la vida de Beneranda, de su mundo real a su mundo soñado en lecturas hasta el día en que se vio en la carne , 33 años, sentía que no había hecho algo emocionante en su existencia, anheló como Madame Bovary, el día en que “los cielos se abrieran y la pasión fuera derramada “.
Ese 30 de mayo tan anhelado, Beneranda se miró de cuerpo entero en el espejo que pendía en una pared de la sala, contempló su rostro de piel oscura, curtida por caminatas a pleno mediodía, bajo la sombra de una sombrilla. Sonrió como un sol ante ella misma, asomó en su boca unos grandes dientes blancos, se puso sus dos manos en las caderas, dio para si misma una vuelta entera, luego se amarró una pañoleta bermeja en la cabeza, se acercó a el radio que tenía en la sala y en un volumen enajenante escuchó boleros de guitarras y saxofones .Buscó e deshollinador y empezó a quitar las telarañas que se habían acumulado en el techo de zinc, desempolvó las sillas, levantó el polvo ceniciento de otros siglos en lugares que hasta ahora habían sido inexplorados, cambió las cortinas de las habitaciones y ventanas, trapeó el piso de la casa con esencia de lavanda que luego exudaba un aliento floral.
La tarde como sábana ambarina, caía en los techos de as casa del pueblo, la casa estaba preparada, Beneranda se echó después de un baño con agua tibia de matarratón, aceite de coco en a urdimbre de ébano de sus cabellos y se pintó con un tono leve rosáceo sus labios.
Era la hora del encuentro, os patacones dorados calientes estaban servidos en la mesa de caoba al lado un plato hondo con abundante suero, acompañado con rodajas robustas de queso y batata cocida.
Beneranda con su traje de color mango maduro, se sentía radiante, serena ante la espera, se acercó al estante de sus libros y sacó uno de la poetisa barranquillera Meira Del Mar. Beneranda miró el reloj en la pared, seis de a tarde, la hora de ángelus, abrazó con su mirada toda la inmensidad de la casa limpia, olorosa, dio una mirada de soslayo a la puerta abierta, abrió el libro, se humedeció con la punta de la lengua la yema del dedo índice, para pasar una página del libro. Los ojos de Beneranda se detuvieron en el poema elegido y leyó en voz alta.

SOLEDAD

Nada tengo en el alma
Ni una pena pequeña,
Ni un recuerdo lejano
Que me hiciera soñar…
Solo tengo esta dicha
De estar sola en la tarde
¡Con la tarde no más!


Beneranda suspiró.
Beneranda detuvo su mirada en una línea del poema.
Beneranda en la mudez de sus ojos, sonreía.

__ Me invitaré otra vez__ en el acto cogió un patacón y lo untó de suero.

martes, 19 de mayo de 2009

Mariana


Los ojos se le aguaron de la dicha, cuando vio las diminutas hojas verdes de una semilla que había sembrado en su matera de arcilla hacía dos semanas atrás en luna menguante de abril.
Recordó que la había sembrado acomodando la tierra oscura como una cuna espolvoreándola con las cenizas y susurrando el nombre de su niña Mariana.
Por eso el pecho se le hinchó de alegría con las pequeñas hojas y los ojos se le aguaron lo mismo como la vez primera que vio a su niña en sus brazos hacia dos años.